jueves, 1 de septiembre de 2016

Crónica del Caminante Silencioso

Crónica del Caminante Silencioso - 36. Ilme

Una negrura infinita rodeaba los astros. Cabalgó durante un tiempo sin fin a lomos de un cometa de frío hielo hasta alcanzar el límite de la aurora. Giraba despreocupado con su cuerpo infinito moteado por ardientes estrellas. Presenció el surgimiento de universos y contempló cuando su tiempo se acababa. Y bailaba. Entre nubes de gas y átomos dispersos giraba con todo el firmamento a través de las constelaciones.

Pero alguien le llamaba. ¿Acaso no estaba solamente él y su amada esquiva a la que nunca podría ver? Con quásares como oídos y púlsares como ojos centro su cósmica atención en un insignificante planeta dentro del cosmos. Flotó hasta él, aunque siempre había estado allí, al igual que en todos los demás lugares.

El mundo de cerca variaba mucho. Verde, azul y blanco se mezclaban. Su cuerpo fue haciéndose más pequeño para que el planeta pudiese albergarlo. Su consciencia se transformó en una brisa que recorrió los campos buscando a aquellos que le habían dado un nombre.

Pensó lo extraño de tener una palabra para ti. Antes era, pero ahora era algo. Quería conocer a aquellos dioses capaces de obrar tal milagro. Y, por primera vez en eones, sintió. Ese primer sentimiento de curiosidad provocó tormentas y nubes, pero aprendió a controlarlo. Y entre rayos y relámpagos llegó a un círculo de piedras donde pequeñas figuras apenas vestidas y cubiertas de pelo se arrodillaban.

Voces se alzaron gritando su nombre. Algunos de esos seres derramaron líquido por su parte superior. Extendiendo su suave cuerpo lo tocó y halló frío y calor, miedo y valor, hambre y desdicha. Las palabras no tenían mucho sentido para él pero aquel que comprendía el orden y el caos, tanto del pequeño quark perdido en el vacío como de las imponentes supernovas. Y le habían llamado. Se merecían un regalo.

En lo alto una estrella brilló con fuerza. Para que le recordasen la sacó de su cuerpo y la dejó fija en la cúpula del mundo. Marcaría siempre el mismo lugar y así podrían buscarle siempre que quisieran.
Pasaron siglos entre las corrientes de los vientos solares, contando electrones perdidos y descansando en la tibieza de las enanas marrones. Y una vez más volvió a escuchar su nombre repetido por toda la existencia. Esta vez no solo le llamaban sino que entendió que le imploraban ayuda. Sintió la emoción de la felicidad, cosa que le extrañó pues nunca había necesitado ser querido salvo por el inalcanzable amanecer. Volvió a flotar y concentrarse en esa pequeña piedra.

En el mismo lugar verde rodeado de azul unas figuras con capas ligeras y oscuras. Esta vez habían encendido pequeños destellos alrededor de las piedras. ¡Le estaban regalando parte del alba! Se sintió agradecido y por ello hizo que su cuerpo se pareciera al suyo.
Una sombra sólida, moteada de puntos blancos y galaxias brillantes se irguió ante temerosos seres. Uno de ellos, que destacaba por una parte superior con largas hebras de plata, se acercó y se arrodilló ante él. Las palabras se emitieron pero las emociones se percibieron. La negrura extrajo de su interior un trozo de asteroide y se lo entregó como obsequio. En lo alto, por primera vez una luz plateada se abrió paso entre la noche para que esos seres pudiesen vivir sin miedo.

Una estrella de neutrones giraba con fuerza. La radiación que emitía le hacía cosquillas en los sistemas solares que contenía. Pero aunque disfrutaba echaba de menos a las pequeñas criaturas. Decidió ir por su cuenta y durante una larga temporada les observó. Vio nacimientos y muertes, caídas y victorias, traiciones y honores. Todo eso era incomprensible para él pues no había astros buenos o malos, pero le maravillaba cómo podían decidir y los ingenios tan sorprendentes que sus escasos recursos les permitían. Aunque lo que más le atrajo no fueron los imperios o lo grandes buques alados, sino el pulso vibrante que notaba bajo la misma piel de la isla de color verde. Esmeralda aprendió que la llamaban. Y disfrutó como un amante al pasar surcando entre las gotas de rocío que se ponían en los trozos que se llamaban vegetación. Y cuando llegó el momento su cuerpo adquirió el color de los que le llamaban, y su rostro rindió homenaje a las bestias que al ver su regalo en el cielo aullaban de felicidad. Pero en su capa seguía brillando el cielo.

Su forma física era extraña y provocaba miedo y admiración por partes iguales. Personas de la raza mujer le rodearon y pidieron un gran favor, una historia. Les contó con el lenguaje que había aprendido cómo en los primeros tiempos, cuando no era ni una consciencia, el amanecer y el eran un solo ser, hermanos si es que el término se puede aplicar a conceptos de tal magnitud. Pero llegó un momento en el que un violento estallido tan brillante que se hizo oscuro les separó por toda la eternidad. También les habló de las maravillas del la existencia, de los límites de la realidad y cómo se abrían cada vez más sin que supiera el por qué. Sin embargo, lo que más impresionó a su audiencia fue cuando polvos de diamante cayeron de sus ojos al relatar que no había ningún lugar más sorprendente que el corazón de la tierra que en ese momento pisaban.
Volver a su hogar fue más duro en esta ocasión. Ver brillar los rayos gamma a través del polvo estelar le hacían sentir vacío. Y no le reconfortaba ni calentaba el corazón de las gigantes azules. Moldeaba el polvo lunar con las formas que había conocido y se inventaba historias imaginando que algún día podría volver a contárselas a la propia isla y sus habitantes. Entonces sintió dolor. Un desgarro en su ser arrancó parte de su existencia. Volvió su percepción al lugar del daño y vio la más terrible de las pesadillas. Un aro de luz estaba siendo devorado por un vórtice en cuyo centro no había nada. Planetas, estrellas y galaxias sucumbían y desaparecían. Su ansia sin fin estuvo a punto de costarle su propia vida y solo el estallido de una hipernova logró enviarle lejos del olvido.

Maltrecho vagó al único sitio que realmente quería proteger. Al llegar allí casi murió al ver el planeta engullido por la misma nada. Se quedó quieto, esperando su final. Y fue entonces cuando sucedió el milagro. Voces amigas llenaron el resto de su ser y le llamaron. La Isla Esmeralda había sobrevivido y le reclamaba. Y el espíritu del cielo nocturno acudiría en su ayuda. Algo ocurría. Según su cuerpo astral se desvanecía y partículas de carbono y nitrógeno comenzaban a formarle un caparazón de carne y extraños cánticos rozaban su mente. Formas de bestias peludas, de colmillos sangrantes y garras negras se formaron ante él, moldeando la distribución de sus moléculas.


En un aullido de dolor extendió los brazos y negro cabello los cubrió en parte. Las manos se extendieron y alargaron, curvando sus uñas y afilándolas como garras. Era la noche, la luna, la caza. La visión se nubló un instante, y al abrir de nuevos los ojos habían adquirido el color inifinito del cielo sin estrellas. Lo veía todo en grises. Y en rojo. Un estallido destrozó sus tímpanos y orejas largas y puntiguadas se abrieron paso a través de su cráneo. Escuchaba a sus enemigos. Oía su respiración. Pronto saborearía su sangre. El ozono se transformó en un olor ferroso cuando un húmedo hocico creció en su frente. Era preciso y nada se escaparía. Todos eran su presa. Venganza y rabia. Ira y furia. Todas esas emociones eran nuevas. Desgarrar y masticar. Nada más importaba. Nada más. Aullidos. Pero palabras nuevas se alzaron y le llamaron por su nombre. Palabras de la Isla. Recordaba quién era. Sabía qué necesitaban. Conocía a quién adoraban. Y ni uno ni otro eran suficientes. El primero era inconcebible en su magnitud. El tercero no tenía poder. Era el segundo, una mezcla de mito y realidad, caos y orden, el que podría ayudarles. Y de paso así mismo. En su costado, forjado con materia oscura surgieron espadas. En sus labios una sonrisa. La invocación había funcionado.




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